Rencores de sangre

Atardecía en los pastizales del norte. No muy lejos de Ingeniero Gálvez, provincia de Buenos Aires. Llamarlo bosque era pretencioso. Apenas unas hectáreas de arboledas y pastos altos, con algún que otro riacho de por medio. «Un yuyal» decían en el pueblo. Pero era la tierra en disputa de dos familias señeras del lugar: los Olivera, amargos como la hiel, y los Robles, que se decían parientes lejanos del difunto Ingeniero Gálvez, y eran tan amargamente mezquinos como los otros. Familias que cuidaban lo suyo con celo enfermo. Las tierras, los hijos, las vacas, los rencores, que pasaban de padres a hijos como herencia sanguínea.

Oculto hasta las orejas en la caja de una carreta abandonada y rota entre los yuyos, Antonio Robles aguardaba, sujeto a su carabina. A treinta metros y tras un tronco caído, el abuelo Ignacio Olivera seguía de rodillas apuntando hacia la carreta con su escopeta recortada.

En algún pestañeo de la siesta los dos coincidieron ahí, y fue tal cual si la vida se encontrase con la muerte; aunque eran dos muertes, dos los sentimientos sombríos. Los dos, a la vez, se encendieron cual mechas embebidas en alcohol al verse. Se encresparon ambos, como perros de riña. El mozo Antonio, ágil saltó sobre la caja vencida del carro y se parapetó tras su desvencijada armadura. Prudente, el abuelo Ignacio se arrodilló tras el tronco caído de un caldén. Uno era el gato ladino y el otro el sabueso porfiao; uno era el taimado y el otro, tenaz. No obstante los dos empuñaban con igual fuerza sus armas de cacería. En un hueco de la corteza nudosa del caldén las manos curtidas del abuelo acomodaron la escopeta. Sus ojos sagaces enfilaron la mirilla de su vieja «Laurona»: el cañón apuntaba directamente al medio del carro; allí donde se guarecía ese mal bicho de los Robles. Calculaba que, de un sólo disparo podría hacer volar el tablón entero tras el que el menor de los Robles se agachaba como rata de madriguera… la idea de verlo volar por los aires le hizo relamer los labios resecos.  

A través de las hendijas de esa tabla –que las balas del abuelo ya anhelaban– Antonio Robles espiaba el terreno que tenía por delante. Desde su incómoda posición (en cuclillas, con la cabeza gacha apenas cubierta por el resalto de madera) resollaba viendo el tronco de caldén caído que ocultaba al enemigo.  Los árboles y el verde que le servían de escondrijo. Y razonaba su desventaja.

«El viejo puede moverse; yo no. Ha de tener su escopeta apuntando para acá, y sabrá que puede volar medio carro de un tiro. Yo no puedo ni apuntar desde donde estoy…»

Pero también pensaba: «es viejo; le deben estar doliendo las rodillas. Su vista ya no debe ser buena, y la noche está al caer. Se va a cansar antes que yo».

El abuelo permanecía silencioso, pero rumiaba las mismas cosas. Y sabía odiar más que el otro. Fue el primero en decir algo.

¡Che Robles! Que hacés en mis tierras.

Cazaba garzas –contestó el Antonio y luego se animó: « ¡y no son sus tierras!»

Ignacio Olivera no se dio por aludido. Confiaba en su paciencia de cazador, y en el cansancio de su presa. No es que estuviera en una posición más cómoda; no lo estaba. Ya le dolían las rodillas y sentía gran sed. Afinó su vista a la mirilla y siguió esperando. El odio lo sostenía cuando, de tanto en tanto murmuraba: «que no son mis tierras…ya va a ver…» 

A su alrededor el follaje tupido brindaba un amparo perfecto contra un enemigo armado, pero podía ser también una trampa. El crepúsculo teñía con penumbras enramadas y helechos, cubriendo como un manto de sombra la cabeza del viejo. «Resistiré» –se decía Olivera, aguantando el dolor en las rodillas. El enemigo seguía en su mira y estaba en desventaja. Desde su posición era un blanco perfecto.

                – ¡Eh, Don Nacho, escúcheme!

                …«Claro que…era un joven ágil. Si se animaba a saltar y salir a la carrera para un costado, podía rodear las enramadas y llegar al camino. Podía, incluso, darse toda una vuelta y sorprenderlo por la espalda… No debía descuidarse. Si mataba a ese ladino de los Robles evitaría ese peligro.

                – ¡Eh, Don Nacho!

                El abuelo rio entre dientes; es que ya nadie lo llamaba Don Nacho. Escuchó todo lo que el jovencito tuvo para decirle.

                El menor de los Robles le contó lo que sabía de la enemistad de sus familias por relatos de su padre. Que él no tenía nada que ver con esos asuntos; ni motivos para odiar a ningún Olivera, y que era cosa de tontos, para él, pelearse toda una vida por un pedazo de tierra que no sirve ni para cultivar.

El viejo sintió más seca la garganta al terminar de oírlo. Hay verdades que no quieren escucharse. Adolorido, terco, afirmó las manos en su escopeta y aguzó la vista en la mirilla. Pero la oscuridad estaba cayendo y apenas podía ver la carreta. La noche avanzaba multiplicando sombras; parpadeó, y volvió a mirar. Nada; un manchón oscuro apenas, dentro de un paisaje que ya era negrura.

Desde el carro le llegó una voz.

¡Ya es de noche, Don Nacho!

                ¡Ya lo sé! –murmuró el abuelo, entre dientes.    

Víctor Lowenstein
Argentina

Foto: María Belén Pereira
@fagocitosis.x

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